Gaztelueta nació hace casi setenta y cinco años como un proyecto educativo impulsado por unas familias. Buscaban ofrecer a sus hijos un colegio católico en Bilbao que abarcara educación en valores, en un ambiente familiar cercano y centrado en la persona, en el desarrollo de virtudes humanas y con un hondo sentido cristiano de la vida.
Han pasado ya setenta y dos años y la sociedad actual ha sufrido una metamorfosis profunda. Es así hasta el punto de llegar a ser una sociedad poscristiana. Gradualmente ha asumido valores, cultura y visiones del mundo que no son necesariamente cristianas y, en muchos casos muestran un evidente contraste.
A contracorriente
En un análisis superficial de la situación actual que la identidad cristiana de un centro educativo puede suponer un elemento lo suficientemente pesado para la promoción. En consecuencia haría aconsejable arriar esa bandera y claudicar de esa señal de identidad.
Es constatable como en las últimas décadas no pocos colegios han renunciado a sus raíces cristianas. En muchos casos han quedado en un conjunto de tradiciones o símbolos de carácter formal o meramente ornamental. No todo el mundo está dispuesto a caminar contra corriente si hablamos de educación en valores cristianos.
Muchos prefieren atemperar su identidad cristiana para que no suponga un obstáculo serio a la promoción o incluso a la propia supervivencia. A fin de cuentas, pensarán muchos, los buenos negociantes no se empeñan en vender lo que el público no está dispuesto a comprar. Y podrían concluir que el ideario cristiano no sólo está demodé, sino que además carga con un lastre de prejuicios, que amenaza seriamente la viabilidad de un centro educativo.
Sin embargo, en contraste con la situación descrita, estoy profundamente convencido que la identidad cristiana constituye una extraordinaria ventaja competitiva porque los valores cristianos son tan atractivos como respetuosos con las opiniones ajenas. No es preciso recibir el don de la fe para tener en gran estima ideales como el espíritu de servicio, el respeto a los demás, la honradez profesional, la protección de la vida —sobre todo la de los más débiles—, la solidaridad con los más necesitados, la honestidad, la lealtad o la protección de la naturaleza. Todo ello envuelto en un ambiente de sano optimismo y de esperanza alegre.
Elegir siempre exige renunciar
Asumir libremente una identidad cristiana implica también algunas desventajas. Esto sucede con todas las decisiones relevantes en la vida de las personas y de las instituciones. Elegir siempre exige renunciar. Y cuando preferimos una opción a cualquier otra es imposible contentar a todo el mundo. Puede ser que los valores cristianos puedan generar prevención o rechazo en potenciales familias. También, incluso, en instituciones públicas y privadas. La experiencia demuestra, sin embargo, que en la mayoría de los casos estos prejuicios son debidos a la ignorancia y al desconocimiento. Muchos de estos prejuicios desaparecen cuando mejora la información, existe un diálogo sincero y se genera un clima de respeto.
Generar perspectivas positivas en un entorno -aparente o real- de indiferencia o de rechazo, es un reto que vale la pena asumir. Es un hecho que los valores cristianos han sido a lo largo de la historia motor de grandes cambios sociales y paladín de muchos derechos fundamentales. Con un exquisito respeto a la libertad de las personas y de sus conciencias y con la centralidad que asume la persona individual en el proceso educativo y en la formación de la personalidad, tenemos fundamentos más que suficientes para convencernos de que la identidad cristiana es un magnífico producto.
La identidad cristiana no es sino una especie de ecosistema que facilita el hábitat natural y los recursos adecuados para la formación en un perfecto desarrollo de la persona en la libertad, en el respeto a todos y en el espíritu de servicio. Los centros educativos inspirados por estos principios son lugares que están iluminados por un mensaje grandioso y cautivador, profundamente humano y abierto a la transcendencia.