La propagación incontrolada del coronavirus ha abocado los últimos días al cierre de colegios y universidades en todo el país. Mientras esperamos la vuelta a la normalidad, la atención de los alumnos continúa, gracias a los medios técnicos. La distancia del día a día y sus problemas, que no son pocos, es fuente de intranquilidad; no obstante, como docente echo en falta la presencia de los alumnos. El maestro enseña, y también educa. Les ayuda a crecer como personas. Despierta su razón, sugiere caminos, es fuente de motivación y abre horizontes. Recuerda responsabilidades, corrige cuando es necesario y habla con el ejemplo. Lidera el aprendizaje, y siembra libertad.
Estos días de confinamiento obligado he vuelto a pensar en todo esto. Son aspectos de la misión del docente que maduré trabajando en el Oratory School, colegio fundado por John Henry Newman en 1859. El célebre converso británico transmitió a sus colaboradores una intuición fundamental: un maestro, en el sentido pleno de la palabra, no sólo transmite conocimientos. También educa, y lo hace con toda su persona: desde el corazón al corazón.
Escritor prolífico, teólogo y trabajador infatigable, en la personalidad de Newman destaca su dimensión académica. Siendo joven, como alumno del Trinity College de Oxford (1816); más tarde, elegido ‘fellow’ y después tutor de Oriel College (1826). Fue capellán universitario en St. Mary (1828-1843) y, tras su conversión y ordenación sacerdotal, creó la Universidad Católica de Irlanda (1851-1858) por encargo de los obispos del país. El Oratory School, colegio de segunda enseñanza, es también fruto de esa dimensión educativa de su personalidad.
A mediados del XIX las familias católicas de Inglaterra no podían elegir una formación para sus hijos de acuerdo con sus convicciones. Tampoco era fácil el acceso a la educación superior en igualdad de condiciones con los jóvenes de familias anglicanas. Esta circunstancia llevó a Newman a llenar esa laguna con la puesta en marcha del colegio. Tuvo su primera sede en Birmingham, y en plena Guerra Mundial se trasladó a su actual emplazamiento, cerca de Oxford. El interés del Head Master (director) del Oratory School por el estilo educativo de mi colegio, Gaztelueta, se concretó en una estancia para intercambiar experiencias. Ser ‘Visiting Professor’ en una institución con 158 años de historia fue una magnífica oportunidad no sólo profesional, sino también humana e intelectual.
Hombre de amplia cultura humanística, Newman entendió la importancia de la tarea educativa para la formación integral de las personas, y la mejora de la sociedad. Al reivindicar el papel humanizador de toda institución académica, fomentó el compromiso de los docentes para alcanzar este objetivo. Además de la preparación científica, la personalidad, virtudes y cultura de un maestro son también instrumentos de su profesión: la coherencia y el ejemplo resultan fundamentales en la tarea educativa. De otro modo, queda reducida a mera transmisión de conocimientos, que también se puede hacer on line.
A mediados del siglo XIX no se entendió la propuesta de integrar en la vida académica todas las dimensiones de la persona. Con los años llegaría a considerarse normal. El antiguo docente de Oxford valoraba a cada alumno como un todo, en el que deben confluir los diversos aspectos de la educación. La formación (ética, de valores para la convivencia, religiosa) no es una especie de remate de las ciencias. Para educar en totalidad, un docente también integra la dimensión espiritual en su trabajo; por su parte, la formación ética y religiosa necesita altura intelectual para inspirar a los alumnos. A estos les urgió a cultivar las virtudes de estudiantes responsables, y ser ciudadanos de una pieza.
A lo largo de su vida Newman gozó de la amistad de muchos contemporáneos. Buena prueba son las más de 20.000 cartas conservadas en Birmingham. Me impresionó su gran biblioteca de trabajo, que visité con los alumnos mayores, y el despacho-capilla del nuevo santo inglés, canonizado por el Papa Francisco el pasado octubre: está como él lo dejó. Sobre aquella mesa avejentada redactó muchos de sus escritos: ponen de manifiesto el carácter entrañable de su autor, y una gran sensibilidad. Su conversión en 1845 supuso un alto coste en el plano familiar y entre sus amistades. Durante el resto de su vida trató de recuperar a todos: nunca dejó que se extinguiera el aprecio por sus amigos y por la sociedad inglesa, que sintió siempre muy suya. El lema elegido al ser nombrado cardenal resume bien el anhelo de su vida: “Cor ad cor loquitur”. La tarea de un maestro tiene su raíz en el corazón, pues compromete todo el ser. Y debe hablar al corazón.